El crecimiento meteórico de ChatGPT -alcanzó los 100 millones de usuarios en solo dos semanas- y el llamado que hicieron pocos días después líderes tecnológicos como Elon Musk o el creador de Apple Steve Wozniak para congelar las grandes líneas de investigación hasta alcanzar consensos éticos nos hablan de un mismo fenómeno: estamos viviendo la era de la revolución de la inteligencia artificial.
La palabra “revolución» tiene dos aristas: por un lado, es una promesa de cambio muy importante; por el otro, que seguramente se van a romper cosas del orden establecido para construir luego otras cosas nuevas.
Estamos en el medio de ese proceso: nos vamos deshaciendo de las formas que conocíamos para generar valor -algunas arraigadas durante mucho tiempo- y comenzamos a analizar nuevas alternativas. En este caso, tenemos un ingrediente adicional: todos los fantasmas, los monstruos y los futuros distópicos que fueron creando el cine y la literatura a lo largo de las décadas alrededor de la posibilidad de que una IA pueda «dominar el mundo».
La era de la súper inteligencia
Uno de los grandes temores de la sociedad es que emerja una súper-inteligencia superior a la del ser humano. A lo largo de los siglos, la ciencia fue demostrando que no éramos tan importantes como creíamos: Nicolás Copérnico nos ayudó a entender que no estábamos en el centro del universo, Charles Darwin, que no éramos el animal más privilegiado y Sigmund Freud, que la mente gestionaba procesos de los que no podíamos adueñarnos.
¿Por qué, entonces, insistimos con que deberíamos ser la especie más inteligente del universo? En todo este tiempo, fuimos apelando a la negación mientras veíamos cómo la tecnología se superaba día a día.
«Las máquinas no pueden jugar ajedrez”, decíamos. Pero vimos a una computadora derrotar a Gary Kasparov. “Las máquinas no pueden jugar al go porque requiere de intuición», nos consolamos. Pero otra computadora batió al campeón mundial, el surcoreano Lee Se-dol. “Bueno, pero no puede crear poemas o cuadros», volvimos a intentar.
De nuevo, perdimos (sin hacer una valoración estética de esos poemas y esos cuadros: simplemente limitándonos al hecho de que los pueden generar desde cero): cada vez que presuponemos que los seres humanos somos los únicos que podemos desarrollar alguna actividad, la premisa termina en desengaño.
¿Hacia las máquinas conscientes?
¿Llegaremos a un punto en el que las máquinas sean conscientes? Tomo riesgo y digo que sí. Hasta donde sabemos, la consciencia es un fenómeno emergente (es decir, no programado) de procesos físicos que ocurren en nuestro cerebro y el resto de nuestro cuerpo. La IA se caracteriza por los fenómenos emergentes. ¿Qué le impide tener eso que tenderemos a llamar conciencia?
La revolución está en marcha y nuestra mejor decisión debería ser que todos adoptemos esta innovación cuanto antes. Que esta nota, leída dentro de cinco años, sea tan absurda como una nota del pasado en la que se discutía si convenía o no adoptar Excel. Estamos ante las puertas de un mundo con nuevas oportunidades y con la posibilidad de hacer virtualmente cualquier cosa con un esfuerzo mínimo.
La pregunta del título de este artículo, por lo tanto, es tramposa. Deberíamos definir qué es «dominar» y qué es “mundo». Por eso, más que una respuesta, aventuro nuevas preguntas ¿Quién decide hoy qué película vemos, cuál es la siguiente canción que emite nuestro reproductor, cómo se diseñan las ciudades? ¿Tenemos poder de decisión o muchas de las cosas que hacemos cotidianamente ya están en manos de algoritmos?
Llegó la hora de repensar la realidad, entender cuál es nuestro lugar en esta nueva realidad y definir las políticas para que la IA, cuyo avance es inevitable, sea una pieza clave en la construcción de un mundo mejor.
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